Mapas en Historia National Geographic nº62
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Mapas publicados en "Historia National Geographic" nº62 | |
ara el número 62 de Febrero de 2009 de "Historia National Geographic", EOSGIS realizó tres mapas:
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Petra, la gran capital de los nabateos
Oculta en un angosto valle del norte de Arabia, Petra se convritió desde el siglo I a.C. en centro del poderoso reino de los nabateos, un pueblo árabe que se enriqueció gracias al comercio caravanero y fue capaz de resistir el empuje de los reinos helenísticos y de la misma Roma.
En el siglo II a.C. surgió en el norte de Arabia un rico y poderoso reino que resistió largo tiempo a las dinastías helenísticas y a Roma. Su capital, tras caer en el olvido, maravilló a los viajeros que la redescubrieron en el siglo XIX. En el año 1812, el explorador suizo Johann Ludwig Burckhardt decidió visitar unas ruinas fabulosas de las que había oído hablar en su trayecto desde Damasco hasta Egipto. Tras recorrer un largo trecho a través de un desfiladero -el Siq-, surgió ante su vista la fachada de un monumental templo griego excavado en la roca. Había llegado a Petra, una ciudad separada del mundo y de la historia, que poseía un esplendoroso pasado. Apenas se han encontrado fuentes escritas sobre esta antigua ciudad, pero hoy sabemos, gracias a la arqueología, que a principios del I milenio a.C. se situó allí un asentamiento de los edomitas, durante mucho tiempo enemigos del reino de Israel. Pero el lugar quedó abandonado, y fue un pueblo de origen árabe, los nabateos, quienes ocuparon la región en el siglo VI a.C. Según el historiador Diodoro Sículo, los nabateos eran recalcitrantemente nómadas, vivían de hierbas silvestres y de la carne y la leche de sus rebaños. Esta tribu se enriqueció con el comercio de productos de lujo, como el incienso, la mirra y las especias, que importaban desde la Arabia Félix (el actual Yemen) hacia el Mediterráneo. Petra era el nudo principal de comunicaciones y en cada etapa de ese viaje las tasas que cobraban los nabateos eran muy elevadas. Los nabateos conocían la escritura ya en el año 312 a.C. Sin embargo, el contenido de los documentos conservados sólo aporta información muy concreta sobre la religión, la organización social y la onomástica nabatea. No se han conservado, en cambio, relatos mitológicos o decretos extensos. Durante la época helenística, los nabateos libraron una dura pugna con los Ptolomeos de Egipto por el dominio de las rutas del Mediterráneo y el mar Rojo. Tampoco los seléucidas pudieron impedir el ascenso del reino nabateo. En cambio, los nabateos no pudieron resistir de la misma forma la expansión del poder de Roma. Entre el 9 y el 40 d.C. el reino nabateo alcanzó su mayor esplendor bajo Aretas IV, quien ganó el favor de Roma enviando tropas contra los judíos. Roma reforzó su presencia militar en el Próximo Oriente con motivo de la revuelta judía de 66-70 d.C. y la creciente amenaza del vecino Imperio parto. Por fin, el incremento de la presencia romana en la zona culminó con la anexión del reino nabateo por el emperador Trajano en el año 106, a la muerte de Rabel II. Finalmente, la conquista musulmana de la zona, en el siglo VII, coincidió con el definitivo declive de la antigua capital nabatea, convertida en simple aldea y luego abandonada.
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El califato de Córdoba
En el año 929, tras derrotar a sus enemigos y acabar con las principales revueltas contra su autoridad, el emir Abderramán III, gobernante omeya de Córdoba, se proclamó califa y príncipe de los creyentes, y tomó el título honorífico de al-Násir li-din-Ilah, «el victorioso por Dios». Hasta su muerte, acaecida en 961, luchó contra los reinos cristianos.del norte y los fatimíes de África.
En el año 929, tras acabar con todas las revueltas contra la autoridad de los gobernantes de Córdoba, Abderramán III se proclamó califa y tomó el título de al-Nasir, el Victorioso. Con él, al-Andalus se convirtió en el más poderoso Estado peninsular. Al proclamarse califa, Abderramán III estaba reclamando, como representante de Dios en la tierra, la dirección espiritual de todos los musulmanes del orbe. Lo hacía en competencia con los califas abbasíes de Bagdad, responsables de la desaparición de los omeyas de Damasco a mediados del siglo VIII y enemigos declarados de sus descendientes andalusíes. Sin embargo, los verdaderos enemigos de Abderramán III eran los fatimíes, unos soberanos que acababan de ocupar los territorios del actual Túnez y que anunciaban el advenimiento de una nueva era. Al adoptar el título califal y el apodo de al-Nasir, «el Victorioso», Abderramán III mostraba su disposición a aceptar el reto planteado por los fatimíes. Ostentar el califato no era para él una cuestión de genealogía -como presumían los fatimíes-, sino de merecimiento, puesto que Dios había depositado su confianza en los omeyas. De este modo, Abderramán III, dos años después de proclamarse califa, decidió atacar a los fatimíes, con lo que inició una larga secuencia de enfrentamientos con los califas fatimíes en el Magreb durante las décadas siguientes. La propia evolución de la sociedad andalusí también respaldaba su decisión. Transcurridos dos siglos desde la conquista de 711, al-Andalus era un territorio con mayoría de población muslumana, sobre la que el califa ejercía su autoridad espiritual y terrenal. Tras ocupar Bobastro, una fortaleza situada en los montes de Málaga, Abderramán desenterró el cadáver del líder de este emplazamiento, que se había convertido al cristianismo, y lo mandó izar en una cruz a orillas del Guadalquivir. Cuando Abderramán III llegó al poder tuvo que hacer frente a la proliferación del cristianismo en la península Ibérica. Durante años, las expediciones cordobesas habían dejado de atacar los territorios del norte, y ello permitió la consolidación y expansión de reinos y condados cristianos. En 939, Abderramán sufrió su peor derrota: las tropas cristianas le vencieron en la batalla de Alhándega, durante la que le abandonó una parte de su propio ejército. Abderramán continuó en el poder hasta su muerte en octubre de 961. Murió a los 73 años, en su lecho y tras haber conseguido logros impresionantes. Sin embargo, no parece que Abderramán muriera satisfecho. Tras su fallecimiento hubo quien dijo haber encontrado un escrito de su puño y letra en el que el califa afirmaba que a lo largo de su vida habían sido muy escasos los días de felicidad de los que había disfrutado. Corrían noticias que hablaban de la brutal crueldad de Abderramán con sus esclavas, reflejo de un carácter colérico e irascible, incapaz de soportar un desdén. |
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Piratas, el terror del CaribePiratas, corsarios y filibusteros sembraron el terror en los mares durante el siglo XVIII. A la vista del pabellón pirata, pocos barcos se resistían al abordaje. Pero la mayoría de estos diestros navegantes, que tenían sus propias leyes y elegían a sus jefes por votación, tuvo un final violento.
A principios del siglo XVIII, el mar Caribe fue escenario de las correrías de múltiples bandas de piratas, que aterrorizaron a los comerciantes y pusieron en jaque a las autoridades. Fue América, y sobre todo el mar Caribe, la zona que durante el siglo XVII y principios del XVIII se convirtió en tierra de promisión para los piratas. Desde el siglo XVI empezaron a actuar allí numerosos corsarios -que actuaban por cuenta de un Estado-, marinos como Drake o Morgan, que asaltaban barcos e incluso ciuades hispanas. A mediados del siglo XVII aparecieron los llamados bucaneros y filibusteros. Los primeros eran aventureros que se instalaron en la región deshabitada de La Española. En las décadas centrales del siglo XVII se lanzaron a la piratería, al igual que los filibusteros, término derivado del holandés 'vrijbuiter', «que toma botín libremente». Pero fue a principios del siglo XVIII cuando la piratería vivió su auge en el Caribe; un periodo corto, de unos pocos años, durante el cual unos centenares de piratas -en total, tal vez unos 4.000- sembraron el terror entre los mercaderes, que surcaban las aguas caribeñas. En 1715, al final de la guerra de Sucesión de España, muchos marinos sin trabajo y antiguos corsarios se integraron en bandas piratas y amenazaron el Caribe. El salto a la piratería se daba a veces después de un motín o al ser capturado por piratas, en cuyas tripulaciones muchos se enrolaban voluntariamente y otros a la fuerza. Casi todos los piratas eran jóvenes, ya que la dureza del oficio requería salud, fuerza física y resistencia. Además, casi todos los piratas estaban solteros, pues los capitanes preferían contar con tripulantes que no tuvieran que desertar por motivos familiares. Las costas del Caribe ofrecían numerosas calas recónditas e islas deshabitadas ideales para que los piratas se refugiaran y repararan sus barcos. En la edad de oro de los piratas, el gran centro corsario fue una isla de las Bahamas, Nueva Providencia, y su puerto de Nassau. Allí se formó un auténtico nido de piratas, que provocó la expulsión del gobernador inglés y nutrió las expediciones de los grandes corsarios de esos años: Hornigold, Vane, Calico Jack, Bellamy, Barbanegra, Bartholomew Roberts... Ante la presencia de un barco pirata eran pocos los buques que se resistían. Una vez abordado el barco, lo primero que exigían los piratas era que se les revelara dónde se escondía el tesoro. Según varios informes de las víctimas de Charles Vane, cuando éste asaltaba un barco elegía a un marinero para someterlo a toda clase de torturas hasta que confesaba dónde estaba el dinero. El auge de la piratería provocó pronto la intervención de los Estados, en particular de Gran Bretaña, gran dominadora del comercio atlántico. En 1717, Jorge I de Inglaterra ofreció el perdón a los capitanes y tripulaciones que abandonaran el oficio, y amenazó a los demás con una persecución implacable. Así cayeron los grandes capitanes filibusteros que habían campado a sus anchas por el Caribe.
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